Aún así, canté en el coro de una pastorela en el kínder (pastorela donde mi hermano fue un José agotado al estilo del neorrealismo italiano) y en un coro en secundaria. También en algún momento entre la licenciatura y la maestría tomé clases de canto con un tío tenor (q.e.p.d.), un alma buena y generosa incapaz de herir a cualquier ser viviente.
Así, iba yo los sábados tempranito a su casa a berrear por más de una hora, despertando a mi primo T., que también es tenor. Verlo bajar las escaleras para desayunar era suficiente para callarme, por puritito pudor.
El problema es que, así como hay gente con oído absoluto, yo tengo oído nulo.
Mi tío me ponía la nota con el piano (nunca pasé de do) y yo graznaba fuera de tono; luego la vocalizaba, otro graznido. De fraseo, ya ni hablamos.
Total, que después de 7 u 8 sesiones en las que, no por falta de esfuerzo de parte de mi tío, yo seguía sin enterarme de cómo poner una nota, para mí indescifrable, se agotó la casi infinita paciencia de buen hombre, que me preguntó con toda su dulzura, que era mucha:
-Mijita, ¿y si mejor te enseño a tocar el piano?
Ese fue mi pie para abandonar mis empeños.
Gracias a Dios por el karaoke en bola.
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