Me gusta escribir con lápiz. Entiendo la conveniencia de los lapiceros, pero nada supera la punta bien afilada de un lápiz.
Me encanta ver cómo se van haciendo chiquitos, cada vez más cómodos, hasta que son tan chiquitos que ya no cumplen su función (también me gustaría ver agotarse el cartucho de una pluma, pero tengo la mala costumbre de perderlas). La ventaja de los lápices nuevitos es la promesa de irse achicando a fuerza de escribir, dibujar y garabatear con ellos.
Recuerdo que hace mucho mi hermano talló una cara narizona en un lápiz chiquitito y me lo regaló. Yo estaba fascinada.
Pero creo que mi gusto por escribir en lápiz tiene más que ver con la soltura y relajación que da saber que lo que se escribe se puede borrar. Esa sensación de experimentación sin compromiso que la pluma no da (en ese sentido es muy solemne, muy "adulta": recuerdo que fue cuando la escuela nos consideró "niños grandes" que nos graduamos de lápiz a pluma) es lo que me atrae de escribir con lápiz.
Eso y que el agotamiento de la punta nos da una medida del trabajo realizado (la eterna punta fina del lapicero no cumple ese propósito), y las pausas para sacarle punta otra vez marcan un buen ritmo a la escritura, ritmo que ayuda a reflexionar, despejarse o hasta a hacerse loco un rato.