El otro día ví a una chiquilla lloriquienta porque no quería ir al ballet.
No pude evitar sentir una gran simpatía hacia ella. Sucede que cuando tenía 7 u 8 años mis padres decidieron que sería bueno que su única hija tomara clases de ballet. ¡Ja! Me llevaron al estudio de una tal Miss Happy que de happy sólo tenía el nombre. Ahí tienen a su china poblana cabezona, restirada, barriguienta, patiflaca y desgarbada, disfrazada de tutú y mallitas.
Las clases eran aburridas al grado de que mis neuronas (sobretodo motoras) se suicidaban. Nomás bicicletas y mariposas hasta los últimos 10 minutos de "baile libre" que brincaba como frijol en olla exprés mal copiando lo que hacían mis compañeras que sí tenían gracia e idea de lo que hacían.
No me dejaron escapar hasta después de un recital en Bellas Artes (hagan ustedes el favor) al que fue invitada la entusiasta parentela. Casi no llegamos porque alguien leyó mal la hora (casi me salvaba por estupidez ajena -del mejor tipo). Lo peor es que hay fotos. Afortunadamente mis padres evaluaron mis capacidades y me libraron de la tortura y al mundo del atentado estético.
Ahora, no todo era agua al pozo: era buena pa los cates, los espadazos y, principalmente, hacerme loca todo el día. Uno tiene que reforzar sus habilidades.